Es imprescindible una desescalada tecnológica en la educación escolar mientras la evidencia no avale sus beneficios y no haya prueba de ausencia de perjuicio.
La Comunidad de Madrid anunció la semana pasada que eliminaría de sus colegios los dispositivos digitales de uso individual en Educación Infantil y Primaria. Esta normativa permitirá aproximarse a las recomendaciones de la Asociación Española de Pediatría, aunque sigue dejando la puerta abierta a una exposición excesiva a las pantallas a partir de los 11 años, en la ESO, etapa en la que el consumo digital resulta especialmente dañino para la salud y el neurodesarrollo. Enseguida, la Confederación Española de Centros de Enseñanza (CECE) se opuso a la medida, alegando la libertad educativa. Desde la perspectiva de salud, decir que limitar las pantallas en el sistema educativo limita la libertad educativa, es cómo decir que limitar el tabaco en las escuelas atenta contra la libertad educativa.
En un contexto en el que un 32% de los adolescentes pasan más de 5 horas diarias en Internet (casi un 50% los fines de semana), según datos recientes de UNICEF, y donde crece la evidencia del vínculo entre la hiperconexión y el profundo deterioro de la salud mental de la generación Z, el empeño por digitalizar la educación sin pruebas que demuestren sus beneficios para el aprendizaje así como la ausencia de perjuicio plantea serias dudas.
En España como en otros países, los últimos años han sido marcados por el uso creciente de tabletas, plataformas y contenidos digitales en los centros educativos, tanto en clase como para realizar los deberes en el hogar. Este proceso se aceleró durante la pandemia, con el fin de facilitar una enseñanza a distancia mientras que los centros estaban cerrados por periodos prolongados. Otros catalizadores de la digitalización han sido y siguen siendo los cientos de millones de euros de fondos nacionales y europeos destinados a programas de “modernización y digitalización del sistema educativo”.
Este despliegue colisiona con las recomendaciones objetivas y desprovistas de intereses comerciales de autoridades educativas, sanitarias y de protección de datos, así como de expertos competentes que cuestionan su fundamento e instan a reconsiderarlo.
En 2015, un informe de la OCDE apuntaba que los países que utilizaban ordenadores en las aulas por encima de la media obtenían resultados significativamente peores. En 2023, la UNESCO proponía no subestimar los costes tanto a corto como a largo plazo, en el plano económico, del bienestar y del impacto en el medio ambiente derivados del uso de la tecnología en las aulas. Asimismo, mostraba preocupación por la influencia creciente de la industria digital en las políticas educativas. El mismo año, las autoridades suecas revertían su programa de digitalización de las aulas para volver a los libros de texto siguiendo las conclusiones de un grupo de expertos coordinados por el Karolinska Institute. También el mismo año, el Instituto nacional de salud pública de Quebec realizó una revisión sistemática de la literatura científica sobre los efectos del uso de dispositivos digitales, concluyendo que, en el mejor de los casos, no aportaban beneficios en términos de aprendizaje, y en el peor, tenían un impacto negativo sobre la cognición de los menores.
Existe un mínimo de diez razones para revertir la digitalización de la educación escolar:
Primero, el despliegue tecnológico en la educación no responde a necesidades reales y objetivas, sino a una relación infundada entre modernidad y aprendizaje, como si el hecho de reemplazar herramientas analógicas por alternativas digitales marcara un progreso en sí.
Segundo, los alumnos se enfrentan a la tentación de usar los dispositivos para fines alejados de su uso pedagógico (redes sociales, vídeos, juegos, pornografía, etc.), cuyo consumo excesivo está asociado a problemas de salud mental, comportamientos adictivos y un sentimiento de desconexión de la realidad. Los menores reciben constantemente órdenes contradictorias: la obligación de conectarse promovida por los centros choca con las recomendaciones pediátricas que invitan a reducir drásticamente el tiempo ante la pantallas.
Por otro lado, los dispositivos digitales tienen un impacto negativo sobre la capacidad de concentración y escucha. Los estímulos a los que acostumbran afectan la capacidad de atención sostenida y contribuyen a la dispersión. Fomentan la multitarea que deriva en más errores y en un pensamiento más superficial.
A nivel pedagógico, cabe destacar la superioridad de los soportes en papel, ya sea a la hora de leer o de escribir. Especialmente en estadios más tempranos de la educación, la comprensión lectora disminuye cuando los alumnos leen un texto en una pantalla. Igualmente, escribir a mano favorece un aprendizaje más profundo, el desarrollo de la memoria y de las habilidades motrices.
En otro plano, el uso habitual de herramientas digitales en contextos previos a la adquisición de ciertas habilidades refuerza la idea de que la tecnología puede resolver cualquier problema en lugar de los alumnos, en detrimento del esfuerzo y de la motivación interna. A menudo se presentan como métodos activos, cuando en realidad tienden a favorecer actitudes pasivas. Prácticas como subir los deberes a una plataforma en lugar de que los alumnos los anoten ellos mismos no contribuyen a responsabilizarlos.
Otro aspecto crucial tiene que ver con la privacidad. El año pasado, la Agencia Española de Protección de Datos advertía de los riesgos planteados por la explotación de los datos de los menores planteados por las plataformas educativas. Según el mismo informe GEM 2023 de la UNESCO, el 89% de los 163 productos de tecnología supuestamente educativa recomendados durante la pandemia permitía vigilar a los niños.
Uno de los principales argumentos para defender la digitalización de la educación es que es necesaria para que los jóvenes adquieran “competencias digitales”. En realidad, las aptitudes necesarias para sacar provecho de un mundo altamente digitalizado no pasan por acostumbrarse a utilizar dispositivos desde una edad temprana, sino por el desarrollo de un espíritu crítico, la capacidad de contextualizar la información, la creatividad y un entendimiento avanzado del funcionamiento de estas herramientas que no se adquiere simplemente usándolas.
Una sociedad también debe plantearse cuál es el rol que atribuye al ser humano en un mundo marcado por avances tecnológicos acelerados. La introducción gradual de tecnología en las aulas –especialmente los programas que proporcionan un dispositivo por alumno– puede ser el preludio hacia una relegación paulatina del profesorado a un segundo plano en un lugar como la escuela en el que debe prevalecer la interacción humana.
El impulso de la digitalización de la escuela no habría sido posible sin la presión ejercida por la industria “Ed Tech”, la cual dedica recursos considerables para patrocinar congresos, contenidos en los medios y estudios a menudo sesgados. Esta ejerce una poderosa influencia a favor de la digitalización marcada por conflictos de intereses y una prevalencia de la lógica comercial sobre la pedagógica.
Por último, la inversión destinada a digitalizar los procesos educativos supone un coste económico sustancial para las familias y las arcas públicas, en detrimento de otras. El funcionamiento y la renovación periódica de los dispositivos también conlleva un coste medioambiental que no se toma en cuenta.
Reconocer que una política parte de una base errónea y admitir que conviene repensarla requiere coraje político, sobre todo cuando el error ha movilizado recursos considerables. Está en juego el bienestar y el futuro de una generación; por ello, se impone el perene principio de precaución.
En este sentido, urge: (1) garantizar que los manuales escolares estén siempre disponibles en formato papel; (2) limitar el uso de pantallas en las aulas a situaciones excepcionales; (3) asegurar que los deberes se puedan hacer sin dispositivos; (4) hacer que lo digital sea un auténtico objeto de estudio y no un mero soporte para cualquier asignatura. Mientras estas medidas se implementen, es imprescindible ofrecer una alternativa sin pantallas a los alumnos de familias que así lo deseen.
Catherine L’Ecuyer es doctora en Educación y Psicología, directora de la Fundación CLE y autora de Educar en la realidad.
Diego Hidalgo Demeusois es impulsor del Movimiento OFF, autor de Anestesiados y Retomar el control.
María Angustias Salmerón es pediatra en el Hospital Ruber Internacional, presidenta de la Sociedad Española de Medicina de la Adolescencia.
Darío Villanueva es profesor emérito de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y exdirector de la Real Academia Española.
Es importante. Gracias. Un saludo. Inma.
Me gustaMe gusta